jueves, 25 de septiembre de 2014

La risa, el llanto y las emociones... y la guerra

Hemos desarrollado mecanismos complejos de comunicación no verbal como la risa y el llanto que nos sirven para proyectar nuestro estado de ánimo a los demás.
Ninguna otra especie puede derramar lágrimas emotivas como nosotros y la risa es quizás una de las características más inherentes al sentido humano. La función original de estas señales debió ser fundamental porque se produjeron cambios biológicos importantes: las lágrimas emotivas tienen una composición química distinta de las lágrimas que protegen al ojo de la basura y se establecieron redes neuronales biológicas entre el conducto lagrimal, los músculos faciales y las áreas del cerebro humano implicadas con la emoción (sistema límbico). Son señales emocionales innatas y en la mayoría de los casos incontrolables, inconscientes y contagiosas. Solo mediante la práctica y una habilidad especial, propia de actores profesionales, se pueden controlar con un mínimo de credibilidad. Son mecanismos que filogenéticamente debieron preceder al surgimiento del lenguaje porque, por un lado, son un medio de comunicación no verbal que aparece antes que el habla en el desarrollo ontogénico humano (el niño de cuatro meses ya ríe e incluso en el vientre materno el neonato puede llorar) y, por otro lado, activa áreas cerebrales filogenéticamente más antiguas que las que se activan con el lenguaje.
Por ello los científicos se preguntan cuál puede ser la función original de la risa y el llanto. No se pueden considerar como un llamado de socorro en demanda de consuelo por ser muy empáticos y contagiosos; es muy probable que el socorrido transmita su tristeza en lugar de recibir consuelo y, además, la risa no precisa auxilio. Ni tampoco se pueden asociar a ninguna función general propia de la selección natural, como el control hormonal o el desahogo en situaciones de estrés ya que, por convergencia evolutiva, se hubieran manifestado en otras especies, no solo en Homo sapiens. Ni tampoco como una adaptación social, porque las habilidades sociales se caracterizan por ser aprendidas y controladas para poder alcanzar los objetivos sociales preestablecidos, mientras que la risa y el llanto son justamente lo contrario, innatas e incontrolables. Bien es verdad que ciertas personas son capaces de simular la risa o el llanto con fines sociales, al igual que se puede simular un ataque de tos o un desmayo, pero éstos no dejan de ser mecanismos biológicos inconscientes, lejos de los pretendidos objetivos sociales. Además, como el que llora o ríe sin control hace ruido, puede alertar de su situación a los depredadores que lo acechan, disminuyendo las posibilidades de supervivencia, por lo que se pueden considerar como fenómenos extraños en la Naturaleza.
En este orden de cosas, como la función principal de la risa y el llanto que prevalece es la de alertar a los demás de nuestro propio estado de ánimo, esto, biológicamente, no puede beneficiar al individuo que llora o ríe, ya que con ello no recibe nada a cambio, sino al resto de individuos que reciben la información. Y para justificar su función adaptativa, esta información debe ser pertinente e importante para el grupo, lo que solo ocurre si el origen del llanto y de la risa se incardina con la Teoría de la Mente.
Y es que conocer el estado de ánimo de los soldados es fundamental para la victoria. Un general que envía a sus hombres al campo de batalla en el momento en el que están más desanimados y desmoralizados, tiene más posibilidades de ser derrotado, y la risa y el llanto se pueden considerar como las señales emocionales más fiables del estado anímico general de una tropa, sobre todo en los periodos prelingüísticos de nuestra evolución, en los que no debían de existir otros mecanismos para comunicar emociones. Aquellos homínidos que ni lloraban ni reían, no transmitían su estado de ánimo a sus jefes, como así ocurre con el resto de animales, y por tanto, con mayor probabilidad, eran enviados a la batalla en el peor momento anímico posible, con lo que la derrota estaba cantada. Las demás especies no humanas no han necesitado de estas señales porque el dar un reporte del estado anímico general del grupo, o de un individuo en concreto, no entraña ninguna ventaja para la supervivencia y la procreación, ni del grupo ni del individuo.
Y aún más, el ser humano no puede considerarse como un ser hiper-racional. A pesar de la inteligencia superior que poseemos, no resolvemos los problemas basándonos enteramente en la lógica, sopesando cuidadosamente los pros, los contras, las ganancias y las pérdidas de cada decisión, porque en el mundo real carecemos de la información necesaria para calcular éstos parámetros. Según los psicólogos Keith Oatley y Philip Johnson-Laird, la gran mayoría de las veces las decisiones hay que tomarlas basándose en una información objetivamente incierta de la realidad y a veces hasta contradictoria, con gran cantidad de posibles soluciones o decisiones en conflicto, igualmente válidas a priori, y en situaciones en que las decisiones hay que tomarlas con rapidez. Las emociones que nos provocan cada una de las posibles alternativas de comportamiento no son información objetiva, pero sí subjetiva, y sobre la base de esta información completamos la que nos falta. Somos más intuitivos y emotivos de lo que creemos, y es que antes de que nuestra capacidad analítica entre en funcionamiento, nuestro cerebro ya ha captado una gran cantidad de información que se sitúa en una perspectiva subjetiva.
Las emociones las gestionamos a través del sistema límbico (tálamo, hipotálamo, amígdala cerebral, etc) que interacciona muy velozmente (y al parecer sin que necesiten mediar estructuras cerebrales superiores) con el sistema endócrino y el sistema nervioso autónomo.
Precisamente esta es la base para poder plantear las estrategias militares más acertadas, donde las informaciones sobre el enemigo casi siempre son inciertas e imprecisas, a la vez que nos posibilita tomar decisiones inmediatas que nos pueden salvar la vida o procurar la victoria en cualquier CTA.
La Selección Artificial explica la Teoría de la Mente como un instrumento necesario para prevenir la actuación del enemigo, conocer el estado anímico y mental de tus propios soldados y los del enemigo y, por otro lado, las emociones son determinantes para tomar estrategias vencedoras y decisiones rápidas con información incierta y contradictoria.
Si definimos la inteligencia humana como un estado cognitivo elevado que consiste en múltiples procesos mentales orquestados por nuestras zonas psicocognitivas y neuronales –actividad sináptica– y que nos permiten realizar un análisis e interpretación de nuestro entorno en forma abstracta, de imaginar y crear elementos nuevos, además de copiar y adaptar elementos preexistentes para su propio proceso homeostático, y si definimos al individuo talentoso como el que tiene capacidad de focalizarse en un aspecto del entorno, demostrando un conjunto de habilidades/competencias superior, podemos decir que el buen estratega militar es una persona talentosa especializada en el planeamiento de la batalla. Y si además es capaz de focalizar su inteligencia en el ámbito militar, discierne, descubre, interpreta, sintetiza, sistematiza o crea nuevas correlaciones e interrelaciones en dicho ámbito, llegando a ampliar las fronteras del conocimiento, se le define como un estratega genial.
Líderes brillantes como Napoleón Bonaparte (1769-1821), Julio César (100-44 a.C.), Guillermo el Conquistador (1028-1087), Alejandro el Magno (356-323 a.C.), Carlomagno, Guillermo I el Conquistador, Saladino, Gengis Khan, Tamerlán, Gonzalo Fernández de Córdoba, el duque de Marlborough, Eugenio de Saboya, Federico II de Prusia, Wellington, Lawrence de Arabia, Rommel, Zhukov y Patton, consiguieron que sus hombres y sus recursos alcanzasen la victoria, a veces en situaciones muy difíciles.
El general que no logra analizar o interpretar y reaccionar correctamente ante los elementos de su entorno, puede ser considerado como menos apto para planear la batalla, y por lo tanto candidato a su muerte y a la extinción de su grupo.
Es la competencia más pura y dura que puede existir. Por ella nuestra evolución ha sido una carrera sin límite hacia el máximo nivel de inteligencia posible durante millones de años. Cada mutación genética que surgía en nuestra evolución biológica tendente a incrementar nuestro coeficiente de inteligencia, nos ayudaba a intuir las acciones del enemigo y nos permitía optar por las mejores estrategias militares y tomar decisiones rápidas en combate. Las ventajas que surgían de estas mutaciones, por muy pequeñas que fueran, eran aprovechadas por el grupo mutado para imponerse a los demás en el campo de batalla. Los que poseían estas adaptaciones, eliminaban y excluían al resto de grupos, aunque éstos hubiesen podido portar otras adaptaciones positivas en otros ámbitos, para en último término, ocupar los puestos vacantes que los derrotados dejaban en su nicho ecológico.
La inteligencia humana y las estrategias de guerra debieron evolucionar paralelamente, hacia cada vez más complejidad. En cada batalla, incluso en los ancestrales enfrentamientos entre clanes rivales, la estrategia más acertada era la que vencía, y ésta era promovida por el bando más inteligente, de tal forma que la competencia por la victoria era también la competencia por demostrar quien era más inteligente.

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